De los autobuses y las autonomías

Yo no sé si los autobuses vinieron antes que las autonomías o después, que me da a mí que llegaron antes. Lo que si sé es que si las autonomías no se hubieran inventado se hubieran tenido que inventar porque existían los autobuses y si los autobuses no se hubieran inventado los hubieran inventado las autonomías. Y es que para mi, que desde mi infancia he ido de paquete en unos u otros (autonomías o autobuses) los autobuses son las autonomías.

A Sevilla, de Madrid, se viaja desde la estación de Méndez Álvaro. Se va por carretera estrecha y sinuosa que uno no sabe si va o regresa. Y es que parece que no ha habido constructora que haya querido sacar cuartos de las carreteras que van al sur y uno va sabiendo que no sabe muy bien si llegará o acaso volverá por donde fue. No falta en el autobús un inglés con una guitarra y alguna pareja de turistas japoneses que, al no conocer el país, no se lamentan si la cosa va para largo. Hay siempre también mucho joven y mucha juvena con trozos de pellejo al aire y ganas de enseñarlos y conforme se acercan a su destino llaman a amigos y conocidos para que vayan a buscarles a la estación. Lo hacen con tono jovial y como si ello les diera un poco lo mismo, que en el fondo les da igual, porque a Sevilla se va sin prisa y a no hacer nada. El autobús se detiene (o al menos lo hacía) en Guarromán, cuyo nombre no desea dejar nada a la imaginación y no lo deja. Si bien para un vasco el lugar pertenece a ese imaginario común en el que uno va a enterrar cadáveres, para los sureños parece una playa, y en ese desolado desierto se desentienden, extienden sus bártulos y se tumban o desparraman panza arriba a seguir enseñando carne. Uno va allá en un autobús que no sabe si desaparecerá en el propio camino, con televisores de tubo de imagen, asientos reclinables uno sí y otro no y mucho pecho y mucha pata por doquier. Quizá se note que hace unos años que no viajo a la capital andaluza pero si todo continúa como estaba y aún se viaja de ese porte, es que Andalucía está en el lugar en el que estaba en aquel mapa que me enseñaron en la escuela y no ha cambiado de lugar ni nos la han cambiado.

A Barcelona, en mis años mozos, iban personas de todas las edades y talantes, mucho  funcionario con familia fuera (que se fue allí en los 60) y había hasta unas azafatas hermosas en todos los sentidos (verticales y horizontales) que subían y bajaban refrigerios (los autobuses eran de dos plantas y Barcelona también lo parecía, de dos plantas) para que los niños que iban solos pasaran mejor el hecho de ir a la Ciudad Condal en pleno centro del verano. En algún momento dado entre aquel páramo idílico, al que sólo le faltaba un parque acuático y el presente, alguien debió utilizar con desmesura el puente aéreo y el AVE con lo que Continental Auto se dio cuenta de que a Barcelona ya sólo viajaban inmigrantes. Y es que Barcelona también había cambiado. A ese destino supuestamente cosmopolita se le había visto el pellejo bajo la peluca y quién si nó iba a viajar a un Borne y a un Barrio Gótico que parecen sacados del mismo centro de Pakistán sino pakistaníes y demás. El autobús para los inmigrantes y el AVE para la burguesía  que siempre ha sido de guardar las llaves al cerrar la puerta de casa. A Barcelona las últimas veces que he ido he viajado en autobuses de sillas inamovibles, sin climatizador alguno y con hombres y mujeres con niños pequeños a cuestas que, como hilo musical, sólo dejaban oír sus berridos. Nadie tenía a quién llamar al acercarse al destino y uno no dejaba de tomar orfidales y gelocatiles a lo largo y ancho del trayecto. Parar en Rausán es como parar en la luna si además nadie habla tu idioma y te deja exactamente como uno imagina que un viaje a la luna te deja: muy fuera de este mundo. Ir sin climatizador por los Monegros es una experiencia sólo comparable a un crucero por el mediterráneo en flotador de patito. Y es que a Barcelona se va a buscar una mejor vida pero esa mejor vida sólo la encuentra, me temo, el que no viaja en autobús.

Hasta este puente pasado (día del padre) yo pensaba que a nosotros, los vascos, nos cuidaban en todos los aspectos. A Bilbao se viaja desde Avenida América y se iba en los mejores autobuses, los supra y los que pertenecen realmente a la compañía, bonitas letras ALSA en su chapa gris, con sus cascos para el sonido envolvente y particular, sus radiadores y climatizadores, sus asientos mullidos y reclinables, su wiffi y sus zarandajas y ese zurrón para dejar el agua y la cartera que cuelga tras los asientos y que uno nunca sabe que demonios les costaría ponerlo en otros autobuses, siendo tan sencillo como es. El viaje siempre es silencioso porque el vasco si no está entre conocidos prefiere que no se le moleste demasiado y porque el clima, conforme uno se desliza por las autopistas del Norte a la patria chica, suele ser de esos climas que a uno lo dejan callado y pensativo. Siempre llueve, a veces, nieva. A Bilbao van estudiantes (ni inmigrantes ni turistas) porque el vasco que vive en la capital es de dos tipos: el que tiene que volver al redil todos los fines de semana para ver a la sacrosanta cuadrilla o el que, directamente, no va. Los vascos hablan alto, claro fuerte y brusco cuando llaman por teléfono para que les recojan en el autobús y lo hacen siempre a los Aitas y a las Amas, incluso a los Aitonas. Se para en Lerma, donde parece que los Burgaleses se quieren cobrar de vuelta el chiste: “¿Qué hace un vasco cuando pasa por Burgos en coche? Tirar dinero por la ventanilla”. Por cobrarse de vuelta el chiste nos han puesto una estación-restaurante en medio del páramo helado y justo delante de un crematorio, que no se sabe donde empieza lo uno y donde lo otro, con esa peligrosa capacidad campesina que se tiene en esos lares para diferenciar una cosa de la otra aunque estén muy pegaditas. Acuérdese uno de Machado. Nos da igual porque no vamos a ser menos que ellos y los vascos hacemos buen gasto en bocadillos y chucherías y, de paso, pensamos en tanto muerto castellano. A Bilbao se va con mujeres de perfil duro que si te enseñan una pata o un codo en la propia estación te casas por cojones, bajo la atenta mirada de Aitas, Amas y Aitonas. En pocas ocasiones se cruzan miradas a lo largo del camino porque uno nunca sabe a quién va a mirar no vaya a ser que encima le conozcas de algo (que la patria chica es muy chica) y te toque paliza para todo el viaje o uno de esos de política diferente. El vasco viaja reconcentrado porque no encuentra delicia en el trayecto (que en sí no es un fin) y no halla reposo más que en esa imagen del hogar caliente que le sacude la mollera cada tantos kilómetros de recorrido.

Así fue siempre y así nos gustan a los vascos que sean las cosas (siempre iguales) al menos hasta este puente del día del padre ¡Horror! En este puente muchos como yo tuvimos que viajar a Bilbao como se viaja al Sur, en un autobús destartalado, sin calefacción, con teles de tubo de color y una algarabía entre quejas y lamentos que parecía de discoteca, dando tumbos por una ataladrada e impracticable autopista del norte y con un inglés, que vino a Bilbao, y que desafinaba a la guitarra.

Y es que algo está pasando en las autonomías porque ya digo, los autobuses ya no son lo que eran y si se empieza por lo uno mal, se acaba, seguro, mucho peor por lo otro. Tiembla España que te me dejas de reconocer en tus caminos.

Que bello follar en el jardín del Edén

Yo no se si fue que ayer, quería yo confraternizar con las mujeres, por aquello de que era el Día de las Féminas o qué, pero lo cierto es que ya de pura madrugada acabé viendo un programa de lo que antaño debió ser CNN+ y que ahora es un canal para ellas llamado Divinity. El programa en cuestión se llama Sexualité (un consultorio-escuela del sexo y derivados) y su mayor logro viene siendo que consigue ese estado de gracia cercano a la lobotomía.

            En este programa todo es calmo (el sexo parece solucionarse hablando o balando) y los presentadores visten con camisas y vestidos bien cerraditos hasta el cuello. El aparato erótico lo llevan un tal Ricardo y Laura. Ricardo, hasta donde me llega mi corta memoria es negro y calvo y musculoso donde los haya. Laura es guapa muy guapa y desea mucho muy mucho que todas las mujeres espectadoras se sientan representadas en ella, así que se deja ver menos que Ricardo y aunque guapa parece agradable, excitante y buena ama de casa. Los dos se dedican a hacer como que follan en una pantalla al fondo, una pantalla enmarcada por cenefas de plantas de todo tipo, mientras en el primer plano, sexólogos de toda índole practican una charla interminable sobre el punto G (un clásico desgastado y nunca mejor dicho) o sobre el terrible trauma que supone que una señora desconozca si acaso chupa bien una polla o la chupa mal. Agonía aparte, una polla siempre se chupa bien (a ver si te enteras, Juliana) que de lo que no tienes ni idea es de cascarla, que el tema  no es una campana.

            Estos dos sujetos dignos de un zoológico que hacen la función erótica en su pantalla (me refiero a Ricardo y Laura) no follan, desde luego, en cualquier escenario (ni de cualquier modo, claro). Follan en lo que parece Más

Todos somos nadie

Existen dos clases de pobrezas, la intelectual y la del fondo de los bolsillos y luego existe una tercera que es la peor de todas: la que resulta de la suma de las dos anteriores, la de aquellos que lo intelectual parecen tenerlo sólo en el interior de los bolsillos vacíos. Mediocridades, sin embargo, hay muchas, todo un espectro de medio llenos y medio vacíos, de intelectualidades disfrazadas o aparentes que oscilan desde la pobreza absoluta hasta la mayor de las riquezas y cuya luz no suele valer para iluminar nada más que el rostro de sus dueños.

En esta medianía cromática es en la que se instala toda esa escala social que aún hoy orgullosamente se autodenomina «clase media» obviando conscientemente que el adjetivo que la reúne no habla más que de mediocridad. Como dice en este libro uno de sus ecuestres personajes: «¿Sabe usted que «término medio», significa «triste mediocridad?» Yo digo: id en primera clase o en tercera, casaos con una duquesa o con una fregona. El término medio implica respetabilidad y la respetabilidad miedo y ñoñería.

Pero el hábito no hace al monje y tanto hoy como hace un siglo, esa ñoña clase media puede subirse al  (LEER MÁS EN ÁMBITO CULTURAL)

De dudosa legalidad

 El horizonte de Madrid visto desde la distancia resulta estar más negro que los cojones de un grillo.  No es algo que tenga que ver con el 2020 ni sus discutidos o ridículos juegos olímpicos ni con la futura buena o mala gestión de la señora  Botella, no. Este es un horizonte de terrible inmediatez. Es el horizonte que componen edificios y avenidas, el mismo sobre el que cada año se nos señala: “Disculpen pero esto está menos saneado que las cuentas de la banca”.

 Este principio de año no huele a chamusquina como todos pensábamos sino a dióxido de nitrógeno. Y es que la capital se ha puesto a lanzar humo como una locomotora de carbón, superando el 35% de lo permitido, o sea, un cuarto largo de lo legal y todo lo que tenía previsto para el curso de 2012. Se parece mucho a un fumador que siempre está fumándose el último pitillo, de ésta que lo dejo. Lo raro es que nos sorprenda, porque estar por encima de lo “legal” es de resultas Más

Becas gordas para las vacas flacas.

Me ha llegado al correo una proposición de beca para escritores nacidos antes de que el mundo se fuera al garete y que tiene esa gracia y pinta suculenta que pocos trabajos ofrecen, en concreto 1300 euros para gastar en bolígrafos bic y cuartillas y vino, durante un año en la Ciudad Condal (que es esa que está al nordeste  de nuestras fronteras) mientras uno asiste de manera gratuita a uno de esos pomposos o pompeus másters universitarios sobre creación literaria.
Hace unos años un amigo mío cuyo nombre no diré, solía pensar que para escribir la que él llamaba la novela del siglo sólo podía huir de la ciudad en la que se encontraba (fuera cual fuese) dejar su trabajo a medias y, petate mediante, marchar al extranjero con unas cuantas perras gordas a dedicarse por exclusivo al arte, honrosa manifestación que atenta directamente con la vida o te aleja de ella. Ocurriósele por entonces que dicha ciudad era Santiago de Chile  y allí, en un cuarto alquilado en el que crecía lúbrica la ficción diez horas al día, le pilló el Más

Una habitación doble, por favor

Una habitación doble es aquel espacio que dos comparten sin acostarse juntos.Habitualmente se trata de un lugar fronterizo, alquilado o ajeno al hogar. Bien puede compartirse con un desconocido, bien con un conocido que a veces acaba por no parecérnoslo, bien con un extraño que acaba por hacérsenos cercano. Normalmente en unlugar así las personas se desenvuelven de un modo torpe, recelosos de su intimidad pero al mismo tiempo incapaces de esconderla.

Habitación doble también es el título de la última novela ganadora del III Premio de Novela Otras Vóces Otros Ámbitos y que le ha sido entregado a Luis Magrinyà, su autor, hace apenas un mes. De Luis, hasta la fecha, yo no había leído nada salvo alguna reseña aparecida en los medios y, de Luis, hasta la fecha, yo no había escuchado más que buenas palabras: «Es un tipo muy majo». «Sí, escribe bien, pero además es muy majete». «Yo me tomé un café con él y me pareció muy atento».

Tuve la oportunidad de conocerle en la comida que se celebró con motivo de la entrega del premio y el galardón. El galardón en sí Luis se lo dejó en el Hotel Kafka durante el acto (quizá pensó que la escultura era como el toisón de oro y había que devolverlo). Yo me acerqué a los postres con la excusa de llevárselo. Tuve tiempo de descubrir que (LEER MAS EN AMBITO CULTURAL)

La Nave Va, o no.

El mar no es sólo una extensión líquida de nuestra tierra y los barcos que la habitan no son sólo barcos de recreo, de mercancías, de pesca o de guerra. Como bien nos enseñaba Moby Dick los grandes barcos se convierten en un recurso perfecto en el que cristalizar en una medida menor los elementos que habitan nuestra sociedad. Son metáforas flotantes  y no dejan de serlo hasta que los muertos reales las convierten en barcos más que ciertos.

Inconscientes siempre ha habido y sería pueril pensar lo contrario pero la sóla idea de que un capitán de barco se acerque a un escollo para darle satisfacción a su jefe de comedor que es oriundo de la isla cercana al rompiente (verla iluminada pasar en la noche como un negativo ardiendo) me resulta del todo metafórica a nuestra época, una época en la que el precoz capricho debe ser satisfecho pese a sus consecuencias o porque las consecuencias ya no son motivo de pensamiento en la rápida inercia de los hechos. Si el Titanic (las odiosas comparaciones) fue símbolo de Más

CONTRA LA CRISIS BUENAS SON POLLAS

En época de crisis robar un Sillar Romano con Relieves Fálicos cobra extraños sentidos: “Contra la crisis hazte con un imponente rabo de piedra”. Algo así han debido de pensar los ladrones de semejante artefacto de varios cientos de kilos de peso y que han hecho desparecer a base de gruazos (que no pollazos) de las burgalesas ruinas romanas de Clunia la pasada madrugada.

Las estatuas tienen ya desde la antigüedad una relación casi insensata con las crisis, con su reverso: el apogeo, y con la divinidad misma. En tiempos fecundos, uno (recién convertido en emperador), levantaba su estatuario personal por todas las calles y avenidas para que, en tiempos oscuros, los otros (o los demás) andaran por detrás descabezando colosos de piedra. De eso Calígula sabía bastante cuando le hizo cortar la cabeza a Júpiter Olímpico para remplazarla por la suya propia, algo que por ahorrarse unas pesetas quizá haga ahora que ha sido declarado Dios en plan romano y por pajarracos de todo agüero, el bueno de Kim Jong-un con las estatuas de su padre. No cesó ahí la obsesión de Calígula con las piedras (aunque también se lió a golpes con el mar declarándole la guerra), el hombrecillo levantó su propia figura en el Templo de Jerusalén (para gusto estético de los judios) y arrampló con toda la iconografía griega que encontró reemplazándola por lo que tanto más le gustara: cerdos y otros animales. A su muerte, claro está, los unos y los otros se liaron a golpes con sus retratos, iconos y pedruscos y los hicieron desaparecer de la faz de la tierra, lo mismo que le pasó a Sadam hace no poco con menos gloria e igual barullo. Quizá la mayor y única aportación Más

CON LA BOCA CERRADA NO SE PIERDEN VOTOS

Es extraño que ante una noticia como la de que Amaiur se queda sin grupo propio no demuestre una jocosa hilaridad y una desbordada alegría pero uno se educa en la lectura de “su” propia y de la “otra” (más grande) historia.

Mi vida sentimental se ha forjado y sobre todo desforjado (roto, desgranado, desmontado y deconstruído) siempre en torno a una más que habitual manía: es la manía de abrir la boca. La manía de hacerlo demasiado, hacerlo en el modo no esperado, hacerlo en el momento menos idóneo, hacerlo en fin, como si sólo me gustara escucharme a mi mismo y yo, y yo, y yo.

Que por la boca muere el pez lo saben bien los salmones.

Después de varios años de formaciones “políticas” vetadas en Más

Necesidad de un western

Decía Cioran que históricamente España tuvo comienzos fulgurantes, que llegada demasiado pronto, trastornó el mundo y se dejó caer: «esta caída se me reveló un día. Fue en Valladolid, en la Casa de Cervantes. Una vieja de apariencia vulgar, contemplaba el retrato de Felipe III; «Un loco», le dije. Ella se volvió hacia mí: «Con él comenzó nuestra decadencia». Yo estaba en el corazón del problema. «¡Nuestra decadencia!». Así que, pensé, la decadencia es, en España, un concepto corriente, nacional, un cliché, una divisa oficial».

Hacer caso a Cioran siempre es tan peligroso como no escucharle pero desde luego sus palabras nos dejan un soniquete en la cabeza: sin duda Cioran desea señalar la antigüedad histórica de nuestro país que se reveló como primera potencia al descubrir las Américas y que alcanzó su clímax con Felipe II para sumirse después en una larga pérdida. Toda esta caída anterior al resurgir de los nuevos y grandes imperios del siglo XIX nos confiere (frente a otras naciones) un aspecto de cansancio infinito, una embrutecida sensación de estupidez, la señal de la vagancia que antecede a un naufragio, como si efectivamente viviéramos de más y nuestro futuro ya hubiera sido y no fuera a ser.

Nuestro único relato de superación y heroísmo (abandonado nuestro Cid a las puertas de Valencia) se forja en la figura del pillo, alguien que (LEER MÁS EN ÁMBITO CULTURAL)

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