Yo no sé si los autobuses vinieron antes que las autonomías o después, que me da a mí que llegaron antes. Lo que si sé es que si las autonomías no se hubieran inventado se hubieran tenido que inventar porque existían los autobuses y si los autobuses no se hubieran inventado los hubieran inventado las autonomías. Y es que para mi, que desde mi infancia he ido de paquete en unos u otros (autonomías o autobuses) los autobuses son las autonomías.
A Sevilla, de Madrid, se viaja desde la estación de Méndez Álvaro. Se va por carretera estrecha y sinuosa que uno no sabe si va o regresa. Y es que parece que no ha habido constructora que haya querido sacar cuartos de las carreteras que van al sur y uno va sabiendo que no sabe muy bien si llegará o acaso volverá por donde fue. No falta en el autobús un inglés con una guitarra y alguna pareja de turistas japoneses que, al no conocer el país, no se lamentan si la cosa va para largo. Hay siempre también mucho joven y mucha juvena con trozos de pellejo al aire y ganas de enseñarlos y conforme se acercan a su destino llaman a amigos y conocidos para que vayan a buscarles a la estación. Lo hacen con tono jovial y como si ello les diera un poco lo mismo, que en el fondo les da igual, porque a Sevilla se va sin prisa y a no hacer nada. El autobús se detiene (o al menos lo hacía) en Guarromán, cuyo nombre no desea dejar nada a la imaginación y no lo deja. Si bien para un vasco el lugar pertenece a ese imaginario común en el que uno va a enterrar cadáveres, para los sureños parece una playa, y en ese desolado desierto se desentienden, extienden sus bártulos y se tumban o desparraman panza arriba a seguir enseñando carne. Uno va allá en un autobús que no sabe si desaparecerá en el propio camino, con televisores de tubo de imagen, asientos reclinables uno sí y otro no y mucho pecho y mucha pata por doquier. Quizá se note que hace unos años que no viajo a la capital andaluza pero si todo continúa como estaba y aún se viaja de ese porte, es que Andalucía está en el lugar en el que estaba en aquel mapa que me enseñaron en la escuela y no ha cambiado de lugar ni nos la han cambiado.
Hasta este puente pasado (día del padre) yo pensaba que a nosotros, los vascos, nos cuidaban en todos los aspectos. A Bilbao se viaja desde Avenida América y se iba en los mejores autobuses, los supra y los que pertenecen realmente a la compañía, bonitas letras ALSA en su chapa gris, con sus cascos para el sonido envolvente y particular, sus radiadores y climatizadores, sus asientos mullidos y reclinables, su wiffi y sus zarandajas y ese zurrón para dejar el agua y la cartera que cuelga tras los asientos y que uno nunca sabe que demonios les costaría ponerlo en otros autobuses, siendo tan sencillo como es. El viaje siempre es silencioso porque el vasco si no está entre conocidos prefiere que no se le moleste demasiado y porque el clima, conforme uno se desliza por las autopistas del Norte a la patria chica, suele ser de esos climas que a uno lo dejan callado y pensativo. Siempre llueve, a veces, nieva. A Bilbao van estudiantes (ni inmigrantes ni turistas) porque el vasco que vive en la capital es de dos tipos: el que tiene que volver al redil todos los fines de semana para ver a la sacrosanta cuadrilla o el que, directamente, no va. Los vascos hablan alto, claro fuerte y brusco cuando llaman por teléfono para que les recojan en el autobús y lo hacen siempre a los Aitas y a las Amas, incluso a los Aitonas. Se para en Lerma, donde parece que los Burgaleses se quieren cobrar de vuelta el chiste: “¿Qué hace un vasco cuando pasa por Burgos en coche? Tirar dinero por la ventanilla”. Por cobrarse de vuelta el chiste nos han puesto una estación-restaurante en medio del páramo helado y justo delante de un crematorio, que no se sabe donde empieza lo uno y donde lo otro, con esa peligrosa capacidad campesina que se tiene en esos lares para diferenciar una cosa de la otra aunque estén muy pegaditas. Acuérdese uno de Machado. Nos da igual porque no vamos a ser menos que ellos y los vascos hacemos buen gasto en bocadillos y chucherías y, de paso, pensamos en tanto muerto castellano. A Bilbao se va con mujeres de perfil duro que si te enseñan una pata o un codo en la propia estación te casas por cojones, bajo la atenta mirada de Aitas, Amas y Aitonas. En pocas ocasiones se cruzan miradas a lo largo del camino porque uno nunca sabe a quién va a mirar no vaya a ser que encima le conozcas de algo (que la patria chica es muy chica) y te toque paliza para todo el viaje o uno de esos de política diferente. El vasco viaja reconcentrado porque no encuentra delicia en el trayecto (que en sí no es un fin) y no halla reposo más que en esa imagen del hogar caliente que le sacude la mollera cada tantos kilómetros de recorrido.
Así fue siempre y así nos gustan a los vascos que sean las cosas (siempre iguales) al menos hasta este puente del día del padre ¡Horror! En este puente muchos como yo tuvimos que viajar a Bilbao como se viaja al Sur, en un autobús destartalado, sin calefacción, con teles de tubo de color y una algarabía entre quejas y lamentos que parecía de discoteca, dando tumbos por una ataladrada e impracticable autopista del norte y con un inglés, que vino a Bilbao, y que desafinaba a la guitarra.
Y es que algo está pasando en las autonomías porque ya digo, los autobuses ya no son lo que eran y si se empieza por lo uno mal, se acaba, seguro, mucho peor por lo otro. Tiembla España que te me dejas de reconocer en tus caminos.