Pequeña Crónica Sentimental

Hace apenas tres días que volví de mis vacaciones en Fez. Cuando uno viaja a un país en el que la lengua de sus ciudadanos se le hace absolutamente extraña (una vapuleada mezcla del Francés el Italiano, el Español y Árabe) uno no pude más que sentirse como un niño pequeño con una maleta grande. Es capaz de agarrarse a cualquiera, buscar una madre, un padre autóctono en quién sea que se le ponga al paso y le haga cierto caso, aunque el asunto pase por tomar mucho té y fumar mucha sisa. Pese al mundial idioma de los gestos, no existe nada más huérfano que el vacío que deja el lenguaje cuando dos no consiguen comprenderse. Al bajar del avión en el pequeño aeropuerto de Fez (una caja de zapatos, un juguete creado para los turistas) uno recuerda aquel primer párrafo que Kapuscinki escribió en Ébano: “Lo primero que llama la atención es la luz. Todo está inundado de luz, de claridad” (…) “Lo segundo es el olor, almendras, clavos, dátiles, coco vainilla y laurel; naranjas, plátanos por piezas y cardamomo y azafrán al peso”. Para una nariz sensible el aroma de Fez los dos primeros días de estancia es sofocante, irrita los ojos y despierta los sentidos: Fez huele como un trozo de carne que se hubiera macerado en multitud de especias, huele a gallos de corral, a cuero a media cocción, a uva pelada, naranja con canela y menta caliente. Toda la medina es como una inmensa pieza de comida hirviente que se cociera a fuego lento en una cazuela de luz.

            La voracidad de nuestros viajes es triste y extraña. Paseando por las calles de la Medina uno no puede más que pensar en la terrible facilidad con la que Más